SECRETO OCULTO

Entré en aquella majestuosa Catedral, era inmensa de estilo gótico, hacía que te sumergiese en otra época. Ante tanta grandeza y amplitud, los bancos de madera que se encontraban orientados hacia el púlpito parecían poca cosa, estaban flanqueados en ambos lados por aquellos arcos y columnas que parecían dar algo más de cobijo.

Disponía de cuatro puertas de madera oscura de roble distribuidas a lo largo de todo aquel espacio, tapaban secretos ocultos o simplemente otras dependencias.

Me senté al fondo, en el antepenúltimo banco, necesitaba paz, tranquilidad, estar sola conmigo misma y con Dios, quien sabe. Era algo extraño, no sé muy bien cómo explicarlo, me sentía atraída, una fuerza superior me había hecho entrar allí. Normalmente oraba en cualquier sitio, no necesitaba una iglesia para hacerlo. Sin embargo, había cedido ante mi instinto.

En el primer banco se encontraba un coro, preparando canciones para la homilía, algunos de ellos, los que tocaban instrumentos, estaban sentados en sillas, formando entre todos, un círculo. ¡Qué ironía, un círculo cerrado!

Varias feligresas ancianas estaban sentadas en las primeras filas, quizás para que su ruego sea atendido antes, o simplemente para hacer constar que estaban allí como buenas devotas y creyentes, o tal vez solo era una mera costumbre. ¡Qué se yo!

Me gustaba observar en silencio, meditar, orar. Únicamente se escuchaba los pasos de algunas personas, con su majestuoso eco, dejando constancia de su presencia. Estaba tan absorta que no me di cuenta de que el sacerdote de la iglesia se había acercado hasta donde yo estaba, casi me dio un vuelco el corazón cuando levanté la mirada y lo vi sentado a mi lado, sin mirarme, pero hablándome.

                —Bonito retablo, ¿no te parece?

                —Para bonito tú, madre mía eres guapísimo— pensé, pero lo que mis labios pronunciaron fue —Si, supongo. No me había percatado.

                —Ya. Si necesitas algo aquí estoy…

                Y mientras lo decía lo único que lograba pensar era —No digas hija mía, eres demasiado guapo.

                —…al fondo.

                —Gracias.

                Aquel sacerdote se levantó para marcharse hacia lo que supuse que era la sacristía, vestido de negro, sin alzacuellos, pero con un “no sé qué yo” misterioso, atrayente.

                —¡Serás tú lo que me ha hecho entrar!—

                —Dios Bendito, se me va la cabeza. Es un hombre de Dios. Sin embargo, ¿Dónde has estado tú cuándo te he necesitado? Y aun así sigo yendo a orar. No me entiendo a mí misma, tengo una gran crisis de fe, de lógica y de raciocinio.

                Dos lágrimas cayeron sobre las mejillas, mojando mi cara caliente y ardiendo por el dolor contenido.

Así es que, decidí levantarme, armarme de valor e ir a hablar con aquel sacerdote que no conocía de nada y que no tenía intención de volver a ver más. Una hora de psicoanálisis gratis. Pero cuando me dirigía hacia allí, una feligresa le paró para preguntarle algo. Ella continuaba de rodillas y él en pie, aquella escena vista desde donde yo estaba, parecía humillante. Cambié de opinión y retrocedí sobre mis pasos, el coro comenzó a cantar y la letra me era familiar.

»Oh, Jesús, qué alegría tenerte aquí a mis pies
Tan famoso en pocos días, y ahora el rey,
Curas ciegos, devuelves la salud
Y eres Dios y eres rey, eso te crees tú.
Así que eres Cristo, el gran Jesucristo,
Si es verdad que eres divino haz que el agua se haga vino
Y si lo consigues, sabré la verdad
Tendrás tu libertad«.

—No me lo puedo creer, están cantando una canción que pone en duda a Jesucristo, no entiendo nada. El sacerdote no se ofende, ni les dice nada. Sin embargo, me he quedado clavada al suelo, quieta, inmóvil.

El sacerdote vino hasta mí y me indicó donde estaba la sacristía con un suave gesto.

Le miré, mi estado anímico estaba tan confuso que no sabía si llorar de felicidad o de alegría, no sabía qué hacer.

—Por favor, ven.

Con ese susurro, voy dónde me lleves—.

Sonreí y le seguí, mis pasos apenan sonaban, parecía estar levitando, un fuerte dolor de cabeza hizo que me marease y cayera al suelo. Eso es lo último que recuerdo hasta que me desperté y allí estaba él con esos grandes ojos verdes de gato, poniendo un trapo húmedo sobre mi frente y contemplándome en silencio. Di un respingo, cuando caí en la cuenta de que él ya estaba comprometido y no conmigo precisamente.

—Tranquila, te has mareado. ¿Por qué reniegas de tu fe?

—¿Cómo dices?

—Tienes un gran enfrentamiento en tu alma, se está fragmentando y eso por experiencia… te digo que duele, y mucho.

Intenté desviar la conversación como pude —¿Cómo he llegado hasta aquí?

—¿Quieres decir a la Sacristía o a la Iglesia?

—Comencemos con la sacristía —dije mientras sujetaba el trapo húmedo e intentaba poner una pose más adecuada.

—Esa es fácil de responder, en brazos.

—¿Me ha, me ha traído en brazos?

—Crees que por ser cura no tengo fuerza suficiente para cogerte.

—No, lo que pasa es que me extraña, ¿qué habrán pensado?

—Nada, nadie ha pensado nada.

Se acercó y me retiró el trapo para empaparlo de nuevo y mientras lo hacía pude ver un libro de aspecto antiguo sobre la mesa, con las hojas amarillentas, con cubierta de piel, tenía un extraño dibujo grabado, el filo de las hojas eran doradas, seguro que sí las doblabas guardaban algún mensaje codificado. Rápidamente se percató de que estaba mirando el libro.

—Es un ejemplar curioso, ¿verdad?, es como si te atrajese y te hablase.

Me quedé mirándolo perpleja, sin responder. Tenía algo oculto, que efectivamente atraía, pero era maligno, de fuerzas oscuras.

Se acercó un poco más y me levantó el mentón con su dedo índice.

—¿Te atrae?

—No lo suficiente.

—¿Estás segura?

Aproximó sus jugosos y carnosos labios para besarme, un beso suave, intenso, de esos que no quieres que acabe nunca. Un fogonazo me vino a la mente y el dolor de cabeza volvió aún más persistente.

—¿Qué haces?

—Probarte.

—Ya lo han hecho demasiadas veces, porque supongo que hablas de mi fe.

—Y todavía dudas.

Me levanté para marcharme de allí corriendo, aquello se me estaba yendo de las manos, no conseguía controlarme y lo peor era que él tampoco, ¡a qué demonios jugaba! La puerta se cerró de golpe, se acercaba más y más a mí como quien acecha a su presa.

—Déjate llevar.

—¿A dónde?

—A donde desees.

—Por favor, no puedo hacerlo.

Él se afanaba en besarme el cuello mientras me tomaba por la cintura, hasta que cedí dejándome arrastrar hasta la silla. —Déjate llevar— La respiración cada vez era más agitada, el éxtasis me invadía, el corazón palpitaba con fuerza.

—No puedo.

—¿Por qué no? —me preguntaba entremedias de besos y alaridos.

—Eres un hombre de Dios.

—¿De qué Dios?

Me tumbó en la mesa, empujando todos los documentos y aquel libro maldito quedó en una esquina. Las paredes parecían tener ojos y la luz de la ventana comenzaba a transformarse en una tonalidad rojiza.

—Para.

Sorprendentemente, paró de inmediato.

—¿Acaso creías que iba a ser más difícil?

Miré la sacristía, ni un solo crucifijo, ninguna imagen de la Virgen, ni como niña, ni como madre.

—¡Qué clase de iglesia es ésta!— Por un momento… el éxtasis hizo que requiriera que él se acercase más a mí para continuar con los artes amatorios, le agarré la camisa y le acerqué contra mi pecho, mordiendo sus labios con suavidad.

—Entiendo que das tu permiso.

—¿Qué? —pregunté extrañada.

—Das tu permiso.

—Lo doy.

—Bien. —él se desgarró la camisa y continuó con el resto de la ropa hasta terminar haciendo el amor.

La luz cambió radicalmente, las paredes comenzaron a temblar, miré a mi alrededor y entremedias de tanto frenesí, él abrió aquel libro antiguo para comenzar a decir unas palabras en otro idioma en lo que parecía ser sanscrito.

Tenía miedo, sabía que debía parar, pero no conseguía poner fin a aquello, me estaba gustando demasiado para cesar, de repente, miré la portada del libro, llevaba por título NECRONOMICON. Gracias a mis conocimientos como conservadora de libros, me percaté del gran error que estaba cometiendo, el libro maldito estaba siendo recitado. —¡Quién era aquel tipo!, ¿un demonio, un brujo de magia negra?—

¡Oh, Dios!

—Me gusta que blasfemes en voz alta.

—Para.

—Me has dado tu permiso.

—No sabía para qué.

—Lo sabías, querida y te está gustando.

—Si implica algo oscuro y maligno, no lo doy.

—Tarde.

—¡Basta!

En mi cabeza pensaba en todos los momentos vividos, tanto amargos como alegres. 

—Por favor, para —susurraba mientras jadeaba.

—Tarde.

Él continuaba con empeño y lo cierto es que lo disfrutaba, sin embargo, esa no era yo realmente, siempre había sido prudente, tanto que me había perdido muchas cosas en la vida, por eso me sentí atraída por él, alguien diferente, alguien no convencional.

En mi cabeza, una súplica asomaba avergonzada —ayúdame, ayúdame.

—No te escucha, nunca lo ha hecho. ¿Crees que lo va a hacer ahora? Has renunciado a tu Dios

Entre jadeos de placer y lágrimas de gusto y arrepentimiento, la voz interior se hacía más palpable.

Ayúdame, ayúdame.

En la otra esquina de la mesa, una biblia estaba medio caída, la alcancé con la mano y le golpeé con fuerza en la cabeza. Él retrocedió más por la sorpresa que por el dolor, conseguí zafarme, le pegué en las costillas y sin saber cómo había sucedido, el impulso hizo que se estrellase contra la pared, dejándole inconsciente. Aproveche la ocasión para coger el libro maldito y escapar de allí lo más rápido posible. Aquellas ancianas no eran beatas, aunque vistiesen de negro, las personas del coro llevaban atuendos extraños. Pillé a todos por sorpresa, y conseguí salir de aquel siniestro lugar. Entretanto una vocecita rechinaba en mi interior —Nunca escaparas de mí, ya me has probado y te ha gustado

Hoy, después de varios meses, puedo contar que el libro está protegido por estancias mayores de la iglesia, cerca del vaticano. Desde aquel entonces, trabajo para la Iglesia de manera oculta buscando secretos legendarios que pongan en peligro a la humanidad, aunque he de reconocer que sigo soñando con aquel que yo creía que era sacerdote, a veces por las noches me despierto sudando de placer, sé que no está, pero me cuesta contenerme porque le siento cerca, muy, muy cerca, casi rozándome con su aliento.

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