Después de un día tan duro en el trabajo, catalogando tantas antigüedades en el Museo de Arqueología, lo único que necesitaba era un buen vaso de Whiskey Escoces con hielo frío bajando por la garganta. Hoy había sido un día de trabajo de oficina, algo que odio tremendamente, sin embargo tan necesario. Escanear, catalogar, crear archivos, guardar; en fin trabajo de mesa. Normalmente de eso se encargaba los ayudantes o los auxiliares, pero a mí me gustaba comprobar cada detalle del trabajo.
Yo había estudiado arqueología, debido a la película de Indiana Jones. Cuando era pequeña, me imaginaba corriendo mil aventuras al otro lado del mar, en otros lares misteriosos y descubiertos por mí. A mi padre siempre le hizo gracia pensar que su hija fuera Arqueóloga, jamás se imaginó que no fuera a seguir los pasos de la familia; que no eran otros que los de Medicina. No, yo quería ser Arqueóloga, Licenciada en Historia del arte y prehistoriadora, con un Doctorado.
Nunca me fijé en la chica o la partenaire de Indy, uy…no, ¡yo quería y deseaba ser el Doctor Jones! Hasta le pedí un látigo a mi padre, mi madre se quedó horrorizada ante dicha petición; “pero… ¡qué dice esta niña!”, mi padre se estuvo riendo durante un buen rato, mientras que yo lo miraba malhumorada, no conseguía entender de qué se reía y porqué mi madre esbozaba gesto de extrañeza.
—Quiero ser como Indiana Jones, montar a caballo, descubrir tesoros, viajar, hallar nuevos mundos, llenos de sendas misteriosas y de grandes tesoros.
No me di por pérdida, continué estudiando. Mis conocimientos fueron progresando, comencé a admirar a Arqueólogos ya reputados además de por supuesto a Lara Croft, mi heroína cinematográfica y de videojuegos.
Así es que, orienté mis pasos como la doctora Dame Kathleen Kenyon, la cual quiso demostrar a través de su estudios, que eran ciertos algunos de los relatos de la Biblia.
Y en esas me encontraba, en mi hogar dulce hogar.
El último viaje había resultado bastante interesante y fructífero. Tuve que ir a Egipto a una de las muchas excavaciones que se estaban realizando, necesitaban mis conocimientos. ¡Qué calor tan angustioso hacía allí!, ese calor seco, árido y sofocante, que únicamente conseguías medio aplacar a base de té, de hecho me había habituado a tomar esa bebida allí. Ya que hube que pasar varios días en El Cairo, aproveché para ir a varios zocos, a veces podías llegar a encontrar cosas muy curiosas, algunas hasta de gran valor. Había todo un mercado negro de estraperlo de reliquias. Claro que…debo reconocer, también había muy buenas falsificaciones. Y bajo aquel sol me hallaba viendo las telas, estatuas decorativas, especias, pan, dulces…; no hacían distinción en las mercancías, todo se vendía en el mismo lugar.
En uno de esos tenduchos, arracimados unos junto a otros para aprovechar hasta el último milímetro de espacio, me topé con una tiara de oro, formada por una serpiente enroscada, dentro de su boca emergía una gran piedra roja. Me llamó la atención y despertó mi curiosidad, Sin embargo, no podía expresar mi emoción al mercader, el cual cómo siempre —según su costumbre— iba a regatear pero debíamos de comenzar con un precio bajo. No podía permitirme el perder esa pieza, al igual que tampoco me podía permitir pagar demasiado: la diatriba de siempre. Por otra parte, mi interés no iba más allá de lo personal, no era para nada científico ni profesional.
Tras regatear, conseguí un buen precio. Ellos piensan que al ser extranjera y mujer tienen mayor facilidad para engañar. ¡Ilusos! Aunque me dejé embaucar un poco y cedí en unas cuantas rupias, lo reconozco pues siempre tiendo a pensar en la situación económica de aquellas gentes. Además, vi a la que parecía su mujer; toda rodeada de moscas, tapada y con un bebé en los brazos y otro en camino, y me dije que tenía suerte de vivir en España.
Tras regresar de mis recuerdos y volver a la realidad cotidiana de mi trabajo en el Museo, entré en el que era mi hogar hasta el momento, lo primero que hice fue descalzarme, servirme ese whiskey de 15 años y me dirigí al salón, medio desvistiéndome por el pasillo, para finalmente acomodarme en el sofá. Hoy me apetecía ver algo de misterio en la Televisión. Busqué y puse “Miss Fisher Murder Mysteries”. Cogí la tiara comprada en El Cairo, me quedé perpleja y estupefacta, ¡la serpiente había desaparecido o el whiskie me estaba afectando desde el minuto uno! Únicamente estaba el armazón y la piedra al lado. La examiné minuciosamente, no parecía que nadie la hubiera forzado. En ese momento me percaté que alguien había tenido que estar en mi hogar, puesto que yo la había dejado sobre la cómoda y allí seguía estando, sí, pero movida de su sitio habitual —que era justo el centro del mueble— y sin la serpiente.
Me aseguré de que no hubiera nadie más allí, revisé cada rincón con el látigo que me había comprado a través de internet. No, no había nadie, respiré aliviada. Retiré la cómoda de la pared por sí se había colado por detrás, desprendiéndose la pieza, aunque a mí me había parecido que estaba bien fundida, pero quizás con el cambio de clima o durante el viaje podía haber sufrido algún daño la pieza. Me embargaba la curiosidad, tenía que saber qué había ocurrido, una lástima tendría que dejar el whiskey para después. Busqué y rebusqué en cada rincón de la casa, sí hubiese habido en mi salón un pliegue espacio-temporal, también lo hubiera rebuscado con ahínco… pero la serpiente no aparecía. Estaba empezando a cansarme, al fin y al cabo solo era una baratija que me llamó la atención en una aburrida tarde cairota —me dije a mí misma—, así que, tras hora y media de infatigable búsqueda, la di por perdida. Mañana sería un día mejor y vería con mayor claridad.
Por fin, me senté. No tenía ganas de cenar, decidí picotear un poco, un bol de fideos chinos precocinados y me fui a la cama. ¡Ah…mi querida cama!, de sábanas blancas e impolutas con olor a limpio, me daba verdadera paz. Estaba muy cansada, cerré los ojos, los párpados me pesaban, la respiración se acompasaba, comenzaba a entrar en el mundo onírico, cuando sentí una sensación de caricia en la pierna. Al principio la introduje en mi sueño, un lametón de mi perro, quizás, pero aquel cálido sueño se fue tornando en pesadilla, las fauces se hacían mucho más grandes y le salía una enorme lengua fría y babosa. Me desperté horrorizada, me destapé rápidamente para ver mis piernas, y comprobé que una serpiente estaba entre mis sábanas. Pero, ¿cómo diablos había llegado hasta allí? Recordé la tarde que compré la tiara e hice memoria en las palabras de aquella señora que cubría el rostro con el burka «Ponte a trabajar y conviértete en escriba, porque así serás guía de hombres». En aquel momento, la verdad, no comprendí nada, sin embargo ahora comenzaba a entenderlo todo. Me levanté rápidamente, cogí la tiara, la llevé a la cama posándola sobre las sabanas y la serpiente se enroscó a su alrededor, abriendo la boca y cogiendo la piedra roja entre sus fauces, dejando ver los finos y largos colmillos por delante de aquella hermosa joya.
Con miedo, comencé a investigar un poco. Tomé imágenes desde diversos ángulos, cotejé la posible antigüedad de aquella tiara que ahora me parecía tan magnifica, la daté por encima y concluí que podía ser del Antiguo Egipto. ¿Y sí resultaba ser de Cleopatra Filopator Nea Thea? ¡Oh, Dios Santo!, «¿Podría ser de ella?»,—retumbaba la pregunta en mi mente—. Yo siempre había admirado ese personaje histórico: la última gobernante, diplomática, comandante naval de Egipto, además de lingüista y escritora de tratados médicos. Las lágrimas surcaron mi rostro, me atreví a ponerme la tiara, quería sentirme —aunque fuera por un instante— cómo ella.
De repente, comenzaron a emerger imágenes, el plano de mi conciencia cambió radicalmente; visiones de otra época, escenas, de guerra, de construcción de edificios suntuosos, de batallas, palaciegas, baños en leche… y un inmenso poder se apoderó de mí. ¿¡Qué me estaba pasando!?
Mientras miraba al espejo, un rostro femenino que no era el mío, me miró y habló con voz profunda y serena;
—Mi tumba deberá ser descubierta por ti. No está donde algunos la ubican, en la perdida región de Taposiris Magna. No. Búscala tú, mujer y encuéntrala. Alumbra el camino de tu vida.
Absolutamente demudada, me quité la tiara y la deposité sobre la cama. Decidí que mi búsqueda debería de centrarse en ella, en esa gran mujer, en toda una Reina. Mi sueño de correr aventuras y de hacer un gran descubrimiento estaba a punto de comenzar. Si, hoy sería el día marcado para mi futuro soñado, sería una gran arqueóloga, tal como me prometí. Tal como le acabo de prometer a la reina Cleopatra.
Mi corazón palpitaba de felicidad, —Gracias Cleopatra—.
Firmado: Harrison Ford