EL CASO DE LAS PERLAS ROBADAS

Aquí estoy tomando un café solo mientras contemplo cómo duerme plácidamente Cristina en el sofá. Estos pequeños momentos son los que verdaderamente valoro y me hacen tan feliz que rememoro los vividos durante mi infancia.

Aquel verano habíamos ido al norte para visitar a mi tía Fruela y a mi tío Agustín. Con el transcurrir de los años comprendí que mis padres no tenían relación filial alguna pero se trataban como si fuesen familia, y me transmitieron ese sentimiento.

Como siempre, llovía, pero eso no era impedimento para que pudiese jugar, ellos no tenían hijos, así es que cuando iba me colmaban de caprichos y de regalos. Cosa, que por otra parte, no le hacía gracia a mi padre aunque por respeto se callaba. Mi compañero de juegos allí era un San Bernardo llamado Rufo, cuando corría salpicaba tanta baba que me ponía empapado, en esa época no era tan escrupuloso como lo soy ahora.

Observo como Cristina se da la vuelta para seguir dormitando, el pelo le cubre el rostro, le retiro un mechón para que pueda respirar. Tomo un pequeño sorbo de café y continuo con mis recuerdos.

Era el día de mi cumpleaños, para esa fecha casi todos mis amigos estaban siempre de vacaciones. Mis padres me habían dado el regalo con antelación en Córdoba, nunca me gustó que me lo diesen antes pero me explicaron que se podía estropear durante el viaje y que era mejor dármelo de antemano. Probablemente tuviesen razón, resultó ser un coche teledirigido de tamaño gigantesco y un balón de reglamento.

Sin embargo, aquel verano iba a ser diferente, especial. Sacaron la tarta y cantaron al unísono el cumpleaños feliz.

—Sopla las velas —dijo la tía Fruela sonriendo.

Y así lo hice. Entonces, el tío Agustín me dio un regalo que estaba guardado en una caja de madera, la cual tenía labrado 221B Baker Street. Al principio, no entendí nada. Abrí la caja y dentro había una capa a cuadros, un gorro de cazador, una lupa y una pipa de juguete que echaba pompas de jabón. Los miré sorprendido y lo único que acerté a decir fue un “Gracias”. Entonces mi Tía se fue al salón de té y cogió otro paquete, el cual me dio con cara henchida de felicidad.

—Toma, quizás cuando abras este otro regalo entiendas el significado del primero.

Mis padres miraban expectantes aquella escena que tan bien recuerdo y que a veces aparece en mi memoria en modo de cinemascope.

Desenvolví el paquete envuelto con papel marrón con ilustraciones de aviones de otra época dibujados, estaba acordonado con un cordón granate y brillante. Era un libro —Puff …— pensé pero lo que dije fue muy diferente —muchas gracias.

—¿Qué es? —preguntó mi padre.

—Un libro —respondí educadamente.

—¡Pero qué libro! —exclamó tío Agustín, mirándome con felicidad.

—Las aventuras de Sherlock Holmes, El sabueso de los Baskerville. —respondí con entusiasmo cuando vi que en la ilustración de la portada aparecía un lobo con enormes fauces enseñando los dientes de manera rabiosa y amenazante.

—Lo importante es el personaje con pipa, ya te darás cuenta —aclaró mi tía.

Durante tres días estuve sin apenas levantar los ojos del libro, hasta que un día mientras estábamos cenando la tía Fruela comentó que llevaba dos días sin encontrar su collar de perlas. Entonces fue cuando se me ocurrió la idea de usar el disfraz para algo más que para ponérmelo mientras leía el libro. Había algo en Sherlock que hacía que me sintiese identificado con él.

—Yo averiguaré dónde está el collar —exclamé emocionado sabiendo que aquello era una aventura como la que vivía Sherlock Holmes, una aventura detectivesca.

—Vamos, déjate de historias y llamemos a la policía. —aseveró mi padre que nunca había sido muy pródigo en imaginación.

—¡Querida, lo siento mucho! ¿Tenía mucho valor? —preguntó mi madre, ignorando el comentario de mi padre.

—Tenía más valor sentimental que económico, —enfatizó cogiendo la mano de mi tío Agustín.

Me calé el gorro de cazador, me dirigí a mi tía y la abracé. —Yo lo encontraré.

Durante días busqué pistas y huellas con mi lupa, que no era de cristal sino de plástico transparente. Miré por todos los rincones de la casa, en cada peldaño de la escalera, en la cocina (incluso sabiendo que mi tía no entraba jamás allí), en su tocador. Estaba desesperado, desanimado. ¡Quizás no era tan fácil u obvio lo de encontrar pistas! Pero Sherlock nunca se rendía. Cogí mi pipa, la cargué de jabón, crucé los brazos e hice pompas para concentrarme. Y mientras lo hacía, miré por la ventana y vi a mi amigo perruno, tumbado con los hocicos desparramados sobre el césped.

—¡Ajá!¡Lo tengo!

Salí corriendo escaleras abajo y tropecé con mi tío Agustín.

—Cuidado, te vas a caer. Me atusó el cabello. ¿Has descubierto dónde está el collar?

—Creo que sí. “El mundo está lleno de cosas evidentes en las que nadie se fija ni por casualidad”.

Mi tío me miró pensativo y sonrió.

Continué bajando y salí como alma que lleva el diablo hasta el jardín, atravesé corriendo el césped y Rufo vino también corriendo hacia mí de modo juguetón, pensé que me tiraba.

—Espera. ¡Buen chico!

Se sentó, me dio una pata y después la otra. Lo acaricié para posteriormente entrar en su caseta. Cogí mi lupa, y allí estaba el collar mordisqueado, o lo que quedaba de él, porque faltaban perlas.

—¡Creías que no te iba a encontrar! —grité al collar.

Lo cogí y lo llevé corriendo dentro de la casa, Rufo me perseguía dando grandes zancadas.

—¡Lo tengo, lo he descubierto! —gritaba a la par que zarandeaba el maltrecho collar.

Todos se giraron para mostrarme su atención.

—Cariño. ¡Lo has conseguido!

Tía Fruela me abrazó fuerte y el tío Agustín posó su brazo sobre el hombro de ella.

–¡Qué inteligente eres! —exclamó mi madre.

—¡Felicidades! —dijo mi padre tan escueto como siempre.

Me sentí tan feliz que grité.

—¡Ya sé lo que quiero ser de mayor! Seré detective.

—¡Colombo, vas a ser! —respondió mi padre de manera irónica.

Lo miré extrañado, ¿quién sería ese tal Colombo? —No, seré como Sherlock Holmes.

Mi tío Agustín respondió —Serás mejor que él.

Todavía recuerdo cómo me miraba de manera orgullosa y cariñosa. A veces anhelo las cosquillas de su bigote en la mejilla cuando me daba besos paternales. En ningún momento pensé que algún día descubriría cómo habían asesinado al tío Agustín. Él me impulsó a querer ser inspector, y a querer ser “El mejor” en la vida real. En parte, ese era uno de los motivos para querer mejorar siempre y dar lo mejor de mí.

Me levanté para dejar la taza sobre la encimera, mientras que volvía al sillón para coger un buen libro y disfrutar de la lectura, Cristina abrió los ojos y me pidió un café con leche. Me acerqué y la besé.

—Claro que sí.

Solté el libro y anduve hasta la máquina de expreso. Cristina se restregó los ojos, se hizo un moño y con media sonrisa cogió el ajado libro “El sabueso de los Baskerville”.

—El mundo está lleno de cosas evidentes en las que nadie se fija ni por casualidad —comentó Cristina mientras asomaba la cabeza por el respaldo del sofá.

Rafael se giró para mirarla estaba apoyado en la encimera con los pies cruzados y mientras la contemplaba pensó que ella era la evidencia personificada de su felicidad.

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