EL ALTER EGO DE SHERLOCK HOLMES (JOSEPH BELL)

Joseph Bell, era alto, delgado y de constitución atlética. Cuidaba mucho su forma de vestir: camisa blanca, corbata oscura y sombrero de doble visera y chaqueta que le cubría los hombros con una capa de Inverness de lana de cuadros. El sombrero de cazador es diseñado por un ilustrador como la que usaba su hermano para cazar, la pipa en los libros es alargada mientras que en el teatro y en las películas le dieron forma curvilínea para poder ver mejor los rasgos de los actores.

Pero la increíble similitud entre Bell y el sabueso de ficción de las novelas de Arthur Conan Doyle no se limita únicamente a la apariencia ni es una mera casualidad. Al igual que su bisabuelo, abuelo y padre, Bell se licenció en Medicina en la Universidad de Edimburgo.

La capital escocesa en aquellos momentos era una ciudad insegura, existía una red corrupta de asesinos que vendían los cuerpos de sus víctimas a las universidades como material de disección para los futuros médicos.

La mortalidad era muy elevada, debido a la insalubridad de las calles. El sistema de alcantarillado estaba tan saturado que, a menudo, contribuía a la extensión de epidemias de cólera, tifus y difteria.

Bell comenzó a trabajar en la asistencia a los enfermos, muchas veces de forma desinteresada. En una ocasión contrajo difteria.

Se curó, pero le quedaron algunas secuelas: el tono de su voz se agudizó, y la rigidez de los músculos de sus piernas alteró de por vida su forma de andar. Aun así, nada le impediría destacar como uno de los grandes médicos británicos del siglo XIX.

Observar, deducir, confirmar,

Bell modernizó la cirugía. Fue uno de los primeros en utilizar gas fenol –de cualidades antisépticas– para esterilizar los utensilios en la sala de operaciones. Pero si por una cosa es conocido es por su capacidad de observación y deducción.

Su método consistía en observar con atención, deducir y confirmar la evidencia. Aplicándolo a los enfermos, era capaz de adivinar cualidades y dolencias sin formular ninguna pregunta, lo que dejaba perplejos tanto a sus pacientes como a sus alumnos de la universidad, entre los que se contaba el futuro escritor Conan Doyle.

Solía animar a sus alumnos a reconocer a sus pacientes como un zapatero zurdo o como un sargento jubilado que había servido en Barbados mediante la observación precisa del individuo y la deducción lógica. A menudo asombraba tanto al propio paciente como a sus alumnos haciendo afirmaciones de esta índole, a veces incluso antes que el paciente dijera nada.

Las técnicas deductivas hicieron que Joseph Bell colaborara habitualmente con la policía para esclarecer los crímenes.

En una ciudad con un índice tan alto de asesinatos, el método Bell resultó especialmente útil para aclarar crímenes. Sus técnicas deductivas, junto con sus conocimientos médicos y su estudio del análisis caligráfico (más tarde se interesaría por la balística y las técnicas de identificación de huellas dactilares), llevaron a Bell a colaborar muy a menudo con la policía.

Uno de los casos más escabrosos que intentó resolver fue la serie de asesinatos que aterrorizaron a los vecinos del distrito de Whitechapel, en Londres, en 1886. Entre agosto y noviembre de aquel año aparecieron los cadáveres de cinco prostitutas, asesinadas con un modus operandi distintivo, que consistía en la estrangulación, la degollación y la mutilación abdominal.

Tras semanas de investigación al lado de su compañero, el también cirujano Henry Littlejohn, Bell concluyó que el asesino era el abogado Montague Druitt, aunque no pudo aportar pruebas definitivas. De hecho, la identidad del autor de las muertes todavía es una incógnita.

Inspiró a su alumno Conan Doyle, donde le conoció en 1877 cuando cursaba medicina.

«Voltaire nos enseñó el método Zadig y todo buen profesor de medicina o cirugía ejemplifica a diario en su enseñanza ese método y sus resultados», diría el doctor Joseph Bell –Joe para los amigos.

Ante la mirada de los alumnos, el doctor se quedó unos segundos en silencio observando al señor de mediana edad que tenía delante. Sin que este abriese la boca, el doctor dijo: «Enhorabuena: veo que ha servido en el ejército y se ha licenciado hace poco». A lo que el paciente respondió con un escueto, «Así es, señor». Entonces Bell terminó su discurso añadiendo, «además ha sido suboficial destinado en Barbados». Así era.

Bell explicó que había deducido que el hombre había estado en el ejército porque no se había quitado el sombrero al entrar, que aún estaba moreno de haber servido, que su aire de autoridad nos decía que no era un soldado raso y que sus pies hinchados nos decían que sufría elefantiasis, una enfermedad típica del Caribe y rara en Gran Bretaña, que un suboficial podría padecer tras haber estado en Barbados.

Aquella demostración, tan teatral como absolutamente brillante, del poder de la observación y la deducción, cambiarían la vida del joven que había acompañado hasta aquella sala al suboficial. Un estudiante de medicina que contaba con 17 años llamado Arthur Ignatius Conan Doyle. Desde entonces, el futuro escritor no se perdió una sola clase de Bell, que se convirtió en su profesor favorito.

Asistió a todas las clases prácticas que el doctor impartía, todos los viernes, en el anfiteatro quirúrgico del hospital de Edimburgo. Quería aprender a pensar como lo hacía aquel profesional que conseguía diagnosticar únicamente con la mirada.

Arthur Connan Doyle, ayudante de Bell en el hospital de Edimburgo.

Dos años después, tras haber impartido cirugía operatoria en la universidad, Bell fue nombrado cirujano jefe del hospital de Edimburgo y tuvo que alejarse de las aulas. Sin embargo, los cirujanos podían elegir a estudiantes que les ayudasen en las consultas. El doctor eligió entonces al futuro creador de Sherlock Holmes, a quien tenía por uno de sus alumnos más prometedores.

Arthur asumió la oportunidad con entusiasmo y pasó a convertirse en el ayudante del cirujano y docente que más admiraba. Alguien que valoraba la observación y la paciencia, que miraba con otros ojos la realidad y que la interpretaba. indagaba más allá de lo superficial y lo que encontraba le decía lo que necesitaba saber.

Todos los días, Arthur se sentaba junto con otros compañeros, en una sala contigua a las consultas del doctor Bell. Allí recibía a los pacientes y tomaba nota de sus declaraciones y dictaminaba su derivación a Bell u a otros especialistas. Pero resultaba que el genio del célebre doctor era conocido en el hospital y aquello le granjeó fama entre los enfermos, que decían que allí les podía ver un hombre que sabía lo que tenían sin someterles a días de dolorosas pruebas médicas. Para la mayoría, aquello era magia. Para Conan Doyle, era una forma de aprender cómo funcionaba la mente de Bell. Así, con el tiempo, llegó a escribir lo que pensaba que diría luego su tutor, confirmando sus pesquisas y su habilidad en su libreta, en silencio.

Un día Arthur hizo pasar a la consulta a una mujer que tenía una dermatitis ciertamente rara.

«Viene usted de Burntisland, ¿verdad? ¿Qué tal la travesía? Veo que ha pasado usted por la calle Inverleith Row…», soltó Bell ante la estupefacción de la mujer. Ella asintió y levantó las manos para enseñarle su enfermedad; le describió su irritación y el dolor que sentía. «Debe usted dejar la fábrica de linóleo», sentenció el cirujano.

Entonces les explicó a los alumnos que la mujer tenía acento de la región de Fife, que llevaba arcilla roja en los zapatos y la única arcilla roja en 30 kilómetros a la redonda del hospital era la de la calle Inverleith Row. Y que lo que tenía en las manos presentaba signos semejantes a otros pacientes de Burntisland que había tenido, la ciudad más cercana a Fife, en la que había una fábrica de linóleo que podía provocar esa dermatitis. Doyle miró su libreta y se sorprendió al ver que sus pistas iban en el mismo sendero que las de Bell. Estaba aprendiendo a pensar como él.

Cuando Connan Doyle, tuvo para poco más que tinta y papel, se decidió a escribir algunos relatos. Un día, tras haberse roto la mano con algunas aventuras cortas, pensó que había llegado el momento de escribir una novela. Entonces se imaginó como podría ser un personaje que tuviese la inteligencia de Joseph Bell pero que, en lugar de curar a pacientes, resolviese crímenes.

Más tarde escribió sobre el papel de un cuaderno rojo que utilizaba para anotar sus ideas: «Título de novela: Una madeja enredada». Miró el título de la obra que estaba a punto de escribir y pensó que aquello no le gustaba. Le dio vueltas y pensó como lo llamaría Joseph Bell… Tachó lo que había escrito y estampó «Estudio en escarlata».

Cinco años después, Bell describió su admiración por la creatividad literaria de su pupilo en el prólogo de una de las ediciones del volumen. Sin embargo, más tarde, el inmenso éxito del personaje terminó por incomodarle. De ahí que, en una entrevista concedida en 1901, se quejara de las continuas comparaciones con Sherlock y expresara su deseo de pasar a la historia por su carrera profesional, y no por ser el alter ego del detective.

»Mi mente es como un motor de carreras, rompiéndose a pedazos, ya que no está conectada con el trabajo para el que fue construida«. Sherlock Holmes.

Lola de la Cámara.

Toda la información está extraída de diferentes fuentes digitales e impresas.

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