Observo el cielo azul sentado en una de las sillas del patio de mi casa mientras disfruto del canto de los pájaros y el piar de los polluelos que reclaman la atención desde los nidos. Es un día primaveral, algo extraño para Córdoba donde apenas existe dicha estación.
Es una de esas pocas ocasiones en las que me encuentro plenamente a gusto, los rayos del sol llegan hasta el suelo sin llegar todavía a la altura de los pies. El jazmín cubre uno de los muros del patio, las rosas trepan en el muro contiguo, y el aroma de ambas flores se entremezcla junto con el que desprende los primeros brotes de azahar del naranjo.
De vez en cuando, doy un sorbo a la cerveza fría para después acompañarla con unas patatas fritas de Moyano.
Un recuerdo asoma de manera insistente, más bien una persona y con ella una situación. Aquella mujer del Balneario, toda una dama. La primera vez que la vi, vestía un vestido rojo vaporoso de cóctel, llevaba el pelo recogido en un moño bajo, tenía el cabello oscuro y la piel blanca, con mirada penetrante y unos labios que invitaban a ser besados aunque apenas los llevase maquillados.
Lo primero que pensé fue “Bendito nombre y bendito su hermoso cuerpo delgado, pero con curvas que infartan al más sano, En ella sí que me perdía yo, sin armas ni nada”.
A lo largo de mi obligada estancia en aquel balneario, atrapado por la nieve e investigando varios crímenes, me dio tiempo de sobra a averiguar que además de una cara bonita y un cuerpo de escándalo, también estaba dotada de una gran inteligencia. Era casi perfecta, y digo casi.
También hay otros momentos de aquel lugar que han quedado grabados a fuego en mi memoria, como aquel que mientras caminábamos manteníamos una conversación que a primera instancia parecía totalmente banal, y, que después de manera amarga pude comprobar cuán equivocado estaba al haberla calificado con dicho adjetivo.
“—Discúlpeme, no es que no haya disfrutado del baile. Lo que sucede es que soy capaz de hacer varias cosas a la vez. Algo que usted por su trabajo estará bastante acostumbrado —comento ella educadamente.
—No se crea, las mujeres sois así por naturaleza y nosotros tenemos que entrenarnos para conseguirlo.
—¡Vamos, vamos! No sea tan caballeroso, seguro que usted tiene unas excelentes dotes analíticas y de observación. Tiene que desenmarañar la bobina de los casos, cruzando datos, intercalando pruebas, conectando perfiles. “No se puede desatar un nudo sin saber cómo estaba hecho”. Debe de ser una labor ardua, interesante y que denota cierto grado de inteligencia”.
Otro trago de cerveza refresca mi garganta, como si de ese modo enfriase los sentimientos que había sufrido en el balneario. Lo extraño de todo aquello es que me gustaba recordarla, incluso sabiendo que había sido manipulado y por qué no decirlo, también había pecado de ser un redomado estúpido. Rememorar causaba en mí una enorme frustración, a pesar de que con esa desagradable experiencia había aprendido.
El sonido de las llaves abriendo la puerta de casa hizo que volviese a la realidad, era Cristina, mi amor de por vida. Ella sí que era alguien excepcional y por la que atravesaría los mares, recorrería galaxias, cavaría túneles profundos hasta llegar al averno, con tal de poder estar con ella.
En cierto modo, me siento culpable. La mente indómita y rebelde a veces se asoma para recordarme que no soy perfecto, ¡cómo si no lo supiese!
Cristina se asoma al patio, me da un beso y se deja caer en la silla.
—¿Me das un sorbo?
—Te doy lo que quieras.
Me coge de la mano, entrelazamos nuestros dedos y continuamos allí, sentados, sintiendo un enorme bienestar, mientras nos embriagamos de la felicidad cotidiana, y disfrutable que tanto aprecio.